miércoles, 29 de septiembre de 2010

Jardín

Ayer, cuando un compás malintencionado de la música hizo perder el ritmo, mientras íbamos hacia el costado, me di cuenta de que la mitad de mis compañeras de gimnasia atendió mi cambio de tiempo para seguir la marcha. Ese momento cúlmine me hizo pensar en dos razones que me hicieron indigna de mi propio blog:
1) la situación ya mencionada, es decir, convertirme en un referente gimnástico al compás del "latino";
2) la ausencia de posts vinculados con mi vida de penoso training.

¿Es que ya no percibo los huecos negros de la vergüenza?
¿Me he dejado anestesiar por el cuartetazo remixado y las perlas me pasan de largo?
¿Estoy en el medio de una pila enorme de colchonetas y por eso no llego a detectar las tinturas rubias imperdonables y las calzas pseudoilegales?

Confieso que me asusté. Me asusté mucho, y así terminé la serie de abdominales inferiores (rodilla al pecho, bajar las piernas sin tocar los pies con el piso). Sin embargo, al finalizar mi rutina, la esperanza volvió a mi ser despeinado y pegajoso, porque la vi: vincha animal print, acomodada prolijamente sobre las raíces oscuras y buchonas, diciendo "yo las viví todas, vos preguntame a mí, porque eso lo tengo clarísimo". También lo descubrí a él: camisa leñadora, jean, esquivando el ejercicio físico pero sentado frente a la cabecera de una máquina de gimnasio, sólo para hablarle cerca a su novia, darle besos en la frente y acariciarle el pelo mientras ella trata de fumigarlo y terminar con su sesión de cuádriceps. Los vi y me dije a mí misma que no todo estaba perdido. Que luego de un tiempo de hiberne, típico del invierno, la primavera llegó a gimnasia y voy a poder cosechar todas las flores "culodevieja" (denominación de Virginia, mi abuela) que estuvieron creciendo en los meses de frío. Vengan a mí, dulces florecitas, que este blog necesita un bouquet urgente.

lunes, 20 de septiembre de 2010

Entel

Todas las casas tienen un karma con alguno de los servicios típicos de un hogar. Aunque nosotros podríamos decir que el problema es con la electricidad —cortes y más cortes, descensos súbitos de tensión y explosiones en la esquina—, el verdadero misterio se encuentra en la línea teléfonica. Creo que ningún otro abonado de Capital Federal tiene más llamadas equivocadas que esta vieja característica de Flores y, sobre todo, no cuenta con un elenco estable de indeseables que periódicamente tienden a errar el número con el que quieren comunicarse. Así, todos los meses, un día X a eso de las 9 de la mañana, debemos escuchar la intempestiva voz de una mujer que, sin mediar saludo, dice "¿Cristina? ¿Cristina, sos vos?". También hay quien pregunta por "mi tío": "Hola, ¿mi tío?". Por otro lado, somos referencia obligada de las máquinas de medición del ráting, así como blanco inevitable de los encuestadores teléfonicos. Teléfonica no deja de ofrecer promociones tramposas, y parece que figuramos en todas las guías que listan personas bien dispuestas para escuchar a los telemarketers.
Como todo esto se ha vuelto parte del paisaje cotidiano, ya no nos incomoda tanto. Pero el jueves, debo confesar que se nos rompió el corazón: un tartamudo en alerta naranja, con graves problemas de dicción, llamó durante todo el día preguntando por "Ana". No quería convencerse de que había sido víctima de un engaño, de que su Ana no vivía aquí y que, cruel ella, le dio un número de teléfono para que se enfrentara, nervios y limitaciones mediante, con el indómito desafío de hablar. Mientras que las llamadas precedentes habían sido atendidas por mi concubinovio, en las últimas, el desdichado galán oyó mi voz y se ilusionó: "por fin la dejaron atender a Ana", habrá pensado. Por eso, con mi mejor tono le expliqué que estaba marcando el número correcto, pero que "ella" no vivía aquí. Balbuceó un penoso "gracias" y no volvió a llamar; de ambos lados de la línea, él y yo sufrimos la decepción. Sos yegua, Ana.

miércoles, 15 de septiembre de 2010

Sucesión

Como los hermanos menores siempre vienen a reparar los bodrios de los mayores,

Ella ya tiene blog.
Visiten y vean lo que es bueno.

martes, 14 de septiembre de 2010

Proyección

Hay ciertas cosas de mi futuro que ya están claras: mi distracción va a aumentar, posiblemente tenga más gatos de lo aconsejable, le dé un poco al trago en las fiestas sociales y recurra a alguna que otra medicación para limar cables mentales. Pero, eso sí, que el destino me mantenga a salvo de transformarme en alguno de estos dos especímenes femeninos:

1. La corrupta en la verdulería. Hay una fila no muy larga para comprar vegetales, pero un gran-gran obstáculo: una señora de edad avanzada que compra mandarinas de a una, manzanas de a una, y arvejas también de a una. Que estén duritas, que no estén pasadas, que tengan buen color y que no hayan sido muy tocadas. Así, una transacción demora aproximadamente 15 minutos por persona. Y qué se le va a hacer: sólo resta mirar con mala cara a la insufrible que completa su lista e incitarla para que termine de una vez. Pero la corrupta en la verdulería no considera esta opción. Ella ingresa subrepticiamente al local, ubica el precio de lo que quiere pagar y le pide al comerciante, con un guiño de ojos, que le dé "eso" por lo que no puede esperar. Son capaces de soportar la vergüenza de que alguien se queje con tal de no soltar su medio kilo de cebolla. Y a pesar de que son las primeras en querer esconder la edad y en hacerse las inteligentes, están dispuestas a pasar por nonagenarias y por idiotas con tal de irse pronto.

2. La miedosa en el colectivo. Como siempre, en cada viaje, suele haber una persona que se pelea con el colectivero. Puede ser que una moneda se haya perdido en la infernal máquina expendedora, que el pasajero haya tapado el espejito durante toda Av. Rivadavia sin darse cuenta, que el chofer haya arrancado de golpe y casi provoque un desnuque urbano, como otros millones de felices razones que suscitan el insulto rápido y poco talentoso a bordo del transporte público. En esos momentos de catarsis irrumpe ella, la miedosa en el colectivo, dispuesta a reprimir las emociones ajenas y a poner orden en un espacio cuya organización es prácticamente ésa, la del conflicto a toda hora. Con un desesperado "Por favor, señor/a, no ponga nervioso al chofer que tiene que seguir manejando", trata de aplacar la pelea y sólo genera un segundo roce, cuando el pasajero en cuestión le pregunta qué catástrofe tan grande puede suceder si discute un poco con el turbulento conductor. Como si el chofer, a partir de una pelea que ya acaba de olvidar, hubiera decidido cargarse 45 vidas imprescindibles para el mundo sólo porque un aparato rechazó una moneda de 50 centavos. Como si el susodicho, además, considerara que su vida ya no vale nada porque una persona piensa mal de él —algo que sabemos que jamás los agobia—, y hubiera decidido conducir hacia el abismo.

Corruptas y miedosas, búsquense otro mundo lejos de mi barrio, por favor. Lamentablemente, en una ciudad grande como Buenos Aires seguirán habiendo filas en la verdulería, disputas de colectivo y cualquier mala e innecesaria ocasión para esperar o escuchar en vano.

jueves, 9 de septiembre de 2010

Medicada

—Tené cuidado con estos, eh. Mirá que te matan. No te rías, en serio te lo estoy diciendo.

Después de tres noches sin dormir por los ataques de tos, de reducir mi capacidad respiratoria a la de una hormiga —oxigenando todo mi cuerpo— y de tener una garganta con tanta arena como para que todo el distrito de La Matanza pueda veranear en ene-feb-mar, la señora me prevenía de algo realmente inútil en ese momento. Apoyadas, ella y yo, en el mostrador de la farmacia, pensé que se refería a que los medicamentos de ese negocio estaban vencidos, a que "te matan" con el precio, o a que te dan cualquier cosa menos lo que figura en la receta. No obstante, me importó poco: durante días, había tomado ibuprofeno, qura plus, difenhidramina, y nada había surtido su efecto. Y encima, ahora, la mujer me estaba pidiendo que no me ría.

—Ah, pero te dieron ese antimucolítico. Ese es bueno.
—¿Sí? ¡Qué suerte!
—No, "qué suerte", no. ¿Te lo dio un neumonólogo o un médico de guardia?
—Un médico de guardia.
—Entonces no sé si está tan bien. A mi marido, esos tipos lo dejaron internado 15 días.
—¿Sí? ¿En este sanatorio?
—Sí.

Otra información irrelevante. Mi historia clínica, en ese lugar, consta de sólo dos hechos precedentes, a saber: 1) un pie atravesado por un enchufe; 2) un brazo agujereado por la mordida de un perro. Si salí medianamente bien de esos siniestros, el sanatorio merece mi más profunda devoción.

—Ajá, y bueno. Pero si me deja dormir, me tomo el antimucolítico contenta.
—No, no creo que te haga dormir. No sé, eh. Me parece que no.
—Bueno, no importa. Por lo menos voy en el buen camino.
—Si a vos te parece... No te rías, en serio te digo.
—No me estoy riendo. Estoy escuchando.
—Ahora hay un virus que nadie sabe qué es y que nadie quiere tratar. Empieza con diarrea y con un resfrío igual al que tenés vos. Por eso te aviso.

La viejapocalíptica se había mostrado en su mayor esplendor, mientras desplegaba un sinfín de recetas médicas que se traducían en un jenga de cajas de remedios. Me alejé pronto y sin querer escuchar más nada, mientras ella me despedía con un letánico "Que te mejores, eh, que te mejores".

martes, 7 de septiembre de 2010

Naftalina

Parece bastante sencillo: a qué hora, dónde, y salir. Sin embargo, en una personalidad como la mía, y un estado fuera de estado como el mío, las complicaciones pueden multiplicarse hasta lo insoportable. Salir a un bar bailable, a un boliche-bar, a un bar donde la gente se mueve, como sea que se diga, asume ribetes inexplicables y claramente excluyentes.
Esta situación comienza cuando decidimos, con mi gran amiga Solterita, darnos una noche de dancing. Ella está un poco más integrada a ese tipo de cuestiones —tal como puede evidenciarse en su alias virtual y en su espíritu incorruptible para las salidas—, pero a mí se me van volviendo un tanto ríspidas. Esto fue francamente inocultable en los siguientes 5 momentos de oro que paso a relatar:
1. Elección de ropa: hasta hace algunos años, esta actividad sólo tenía una complicación: qué, de todo lo que tenía, tenía ganas de usar o me ocultaba la panza y/o la cadera inadecuada. Ahora, este interrogante pasó a descubrir en qué lugar del guardarropa hay algo que simule ser nocturno y bolichero. Nada. ¿Lo regalé todo? ¿Nunca lo tuve en verdad? ¿Lo perdí? Solución: ponerse la infalible remera negra que me regaló mi madre y un jean "sentador" que suspenda la exploración infructuosa. Lo mismo que te podés poner a la mañana para ir a una entrevista de trabajo, a la tarde para tomar mate con una amiga, o a la noche a un cumpleaños familiar.
2. Tratamiento de la miopía: calculando que desde los 10 años uso anteojos, llevarlos de fiesta no es un problema para mí. Sin embargo, he de asumir que la cercanía de los 30 hace que los anteojos no me queden interesantes, sino más bien aburridos. Después de todo, para algo tengo los lentes de contacto. Intenté ponérmelos durante 1/2 hora, perdí uno, lo busqué durante 20 minutos y lo encontré adherido al frasco de solución salina, duro como un ojo de vidrio. "La vida te ha hecho miope, terminá de asumirlo", le dije a mi cara, y los anteojos supieron que tenían otra vez trabajo.
3. Llenado de la cartera: teniendo en cuenta que cualquier viaje de más de 1/2 hora demanda una lectura para pasar el rato, es obvio que tengo que llevarme un libro para soportar la llegada al dichoso lugar. Así es que, mientras las ladies de todo el colectivo sólo tenían un regio bolsillo para guardar el gloss, yo me llevé un lindo bolsito que contenía libro (ya mencionado), estuche para los anteojos, alcohol en gel, caramelos, celular, billetera, monedero y una polera que sabe doblarse bien, lo que constituye el siguiente punto de mi derrota.
4. Abrigo: si bien nunca he podido soportar el frío de la madrugada —me fastidia, me da sueño y me desespera—, debo confesar que he aumentando mi reticencia a enfriarme el cuerpecito por no llevar ropa de más. Entonces, visto con la camiseta de mi madre, un pulóver y la campera pero, por las dudas, también llevo la referida polera en la inmensa cartera que elegí para la ocasión. Se podrán imaginar la pirámide textil de Keops que formé cuando decidí empezar a desabrigarme al son de Madonna.
5. Horario: las 4 am es el momento en que la cabeza se me vuelve calabaza. Es así. Intenté flexibilizarme, hacer como que no me doy cuenta de la hora, pero siempre que miro el reloj asumiendo que el ciclo se ha cumplido, son las 3:30. Eso indica que, para mi organismo, lo ideal es ir abrigándose y partiendo hacia la próxima parada de colectivos o hacia el taxi más oportuno. Eso es claramente contraproducente con las teorías que afirman que a esa hora comienza la fiesta. Si es así, yo suelo irme cuando recién están sirviendo las fetas de queso. Y si se pasa el gong, cada minuto le agrega 5 kilos de mala onda a mi apariencia y a mi carácter.

Organismo desoído, mis más sinceras disculpas. Ambos sabemos de nuestro peculiar carácter. Sin embargo, la amistad y el revival lo pueden todo, a veces.