domingo, 22 de mayo de 2011

Emocionario

La carencia de escritura en este blog tiene motivos harto fundamentados que esgrimiré en algún tiempo. Mientras tanto, vuelvo con el pony cansado y con un nuevo post, ateniente a mi nueva experiencia urbana: manejar un auto en la ciudad. Eso no quiere decir que abandone mis estadías repetidas e indeseables en los colectivos y subterráneos: la nafta es muy cara y la tensión mental que implica la interacción con los demás conductores es demasiada. Ergo: soy una manejadora de fin de semana, con características eminentemente domingueras que suscitan la furia del conductor acostumbrado a la velocidad máxima y al cambio en cuarta.
Más allá de estas cuestiones económicas y cuasipsiquiátricas, quisiera dejar aquí constancia del maremagnum de emociones involucradas en el manejo para un conductor P (de principiante, de piedad, de pavote, de pelmazo, de pesadilla, etc.). La sola enumeración revela que, además de curso teórico y práctico, necesitaríamos contención psicológica cada 10 cuadras:
a. Mesura: el comienzo incluye el cumplimiento obsesivo de las pautas del conductor consciente, que sigue una rutina que consiste en: 1) cinturón de seguridad; 2) encendido del auto lento, para controlar temperatura; 3) luces bajas; 4) sacar freno de mano; 5) poner el cambio y esperar como una dama que pasen los 500 autos que nunca te van a dejar salir.
b) Autoarenga: atravesar 3 semáforos en verde y sentirse surfeando en la onda verde motiva toda una serie de alientos dados en soledad: "vamos, bien, ahora ponemos tercera"; "¡cuarta!, qué grossa, ahora el motor sí va tranquilo"; "pasame, querido, que igual yo voy bien".
c) Euforia: tan inevitable como peligroso. Puede acontecer al encontrar un lugar para estacionar que utilicemos en pocas maniobras, o si podemos llegar en punto muerto, sin frenadas ni amenazas de destrucción del peatón, a una esquina con semáforo en rojo. Es una sensación que se acompaña con idiotas expresiones del estilo: "Ah, no, no puedo ser tan grossa; me tendrían que estar viendo, para que sepan lo bien que voy"; "te digo, no puedo creer estar haciéndolo tan bien".
d) Inquietud: la nabitud propia de la euforia se agota pronto, cuando se llega a una vía en sentido ascendente, cuando atravesamos sin anestesia el bache número 8 o cuando recibimos el cuarto bocinazo como señal de "ni se te ocurra cambiar de carril porque te destruyo". Por lo general, el síntoma álgido de este estado emocional tiene una manifestación física: el auto se detiene súbitamente en una arteria hiper transitada y el conductor tiene una inmensa y profunda laguna mental que le impide saber cuándo y por qué se subió a ese auto del lado izquierdo, frente al volante.
e) Culpa: suele suceder cuando el auto se detiene en una calle ascendente y se va para atrás, inexorablemente. En ese momento, todos los ruidos se mezclan y confluyen en una única imagen: la culata del auto propio pulverizando las ópticas del vehículo de atrás. En ese entonces, con gesto compungido, uno sólo atina a preguntarse en la más absoluta soledad: "¿lo pisé? ¿Lo choqué? ¿Se va a bajar a fajarme? ¿Ya se fue?".
f) Desvalorización total: surge cuando cualquier inconveniente que provoca un ruido en el auto (pisar una piedra, no evitar un bache, rozar un cordón, frenar demasiado de golpe, etc.) se traduce en un remordimiento intenso por el daño causado al coche: "claro, pobre auto, un día se me va a romper en la calle y va a tener razón, lo estoy haciendo bolsa, seguro que rompí toda la rueda, ahora lo voy a dejar en casa y mañana va a estar toda desinflada y rota, ni lo quiero ver, seguro que rompí la óptica y rayé la chapa, seguro: frenar, frenar, ¿nunca voy a saber frenar?".

Como verán, manejar es mucho más que no chocar: es parecer equilibrado y ecuánime, mientras lo único que intentamos es sosegar con la radio las emociones imposibles que hacen fila para pegarse al parabrisas.


domingo, 8 de mayo de 2011

Altruistas

Como el subte E trata de esforzarse y de parecerse a sus hermanos ABC1 (la línea D y la B), ahora también tiene servicio con demora en horas pico. Un pequeño detalle que lo acerca al desarrollo en materia de transporte subterráneo y lo ubica en la misma línea que las otras opciones horribles para moverse por la ciudad de Buenos Aires. Así es como escuché, un martes a las 18,30 hs., esta conversación gloriosa entre dos compañeras de trabajo con concepciones contradictorias sobre la bondad:

—Hace tanto calor acá, que la gente se descompone. La otra vez, una chica se desmayó al lado mío y mientras yo trataba de alzarla, la gente estaba como si nada. No sé, a nadie le importa.
—Ay, sí, la otra vez me pasó lo mismo en la iglesia.
—¿En la iglesia? A vos todo te pasa en la iglesia.
— Y sí, si es donde estoy mucho tiempo. Pero es así: había una abuela en el tercer banco, y cuando nos arrodillamos en el escalón, se desmayó e iba empujando los bancos de adelante. Pero la gente ni se daba cuenta: tenía la madera en la espalda y no hacía nada. Terrible.
—Ay, sí, y se supone que es gente solidaria que va a a la iglesia, que son buena gente.
—Sí, claro, pero no se dan cuenta.

(El subte llega a est. Independencia, conocida por su muchedumbre siempre ávida de ingresar a algún vagón, sea como sea)

—Ay, no, mirá toda la gente que hay. No, no dejemos pasar, eh. Tiremos para afuera.
—Sí, dale, porque si no no se va a poder viajar, Pongamos los codos.
—Sí, y si no, yo tengo un alfiler por ahí; lo usamos y listo.

(Ríos de gente que entra al vagón, pese a las estrategias de disuasión, y ellas, acomodadas o encastradas entre los asientos, continúan)

—Y sí, viste, cuando no te bancás tanto a la gente encima tenés que empujar de a poco con la cartera, así se apartan. No queda otra.
— Sí, y si no, en defensa personal te enseñan que un golpecito entre la nariz y la boca es muy efectivo. Acá hay que pegar, ¿ves?

Todavía me acuerdo de su pelo borgoña, sus labios rojos y su dedo índice sobre el bozo, diciendo con tono bilardista: "acá". Ya saben: si sienten un alfiler por ahí, le dan un golpe en esa zona vulnerable de parte mía y después la bendicen en forma improvisada.