viernes, 28 de mayo de 2010

Malezas

—¿Hacemos cavado también?
—Eh, no, creo que no es necesario. Pierna entera nomás.
—Ah.

Si hace mucho que no conversás con esa persona que te tira bajo el tren en cada comentario, un turno con la depiladora puede ser sumamente terapéutico. No importa si te acostaste en el jardín más cercano para que alguien te pase la podadora, si creés que tenés ciertas zonas con piel de bebé (eso no me pasa) o si pretendés afiliarte, con toda la razón, a la moda pilosa europea. La depiladora siempre te verá como el Yeti, y tratará de convertirte al ideal lampiño que nunca sabemos si ella misma sigue, dado que los pantalones forman parte de su uniforme laboral.
Hace algunos días, incursioné de nuevo en su maldita sala de espera. Compartía los sillones con un travesti gigante, musculoso, al que miré con atención sin encontrarle un solo pelo en las piernas ni en los antebrazos. Presa de la envidia, me hundí en una de esas maravillosas revistas de chismes y, justo cuando estaba en lo mejor, me llamaron para la faena. La sesión incluye un repertorio de temas vanos para pasar el rato, la invención de un interés propicio por conocer cómo es la familia de la depiladora y dónde pasará sus vacaciones, así como la paciencia para contarle por enésima vez —en el caso de que vayas siempre al mismo lugar— si vivís con tu novio y hace cuánto. Como si todo esto fuera poco, cuando creía haber sobrevivido una vez más a ese inolvidable momento, me hace dar vuelta para el remate de crema hidratante y me sugiere:

—¿Nunca te depilaste los glúteos?
—¿Eh? ¿Por qué tendría que depilarlos?
—No, bueno, no es nada, una pelusita que tenés, nada más.

Casi voy a llorar a los pies del compañero travesti, si hubiera sabido en qué cuarto estaba. Las depiladoras son la gran trampa de la insatisfacción capitalista: cuando te parece que lograste algo por demás, ellas te indican que te falta lo peor. En Europa esto no pasa.

domingo, 23 de mayo de 2010

Opinionismo

—Lo que pasa es que en esa época había movilidad social, en cambio ahora...
—Sí.
—No, bueno: no es nuestro caso, no es nuestro caso.
—Ajá.
—No, porque nuestros hijos están becados, son muy estudiosos, ellos sí.
—Mmmh.
—Pero no digo movilidad de dinero, eso no. Digo ascenso del otro.

—Qué terrible, me encontré con un montón de defensores del gobierno. Tampoco me daba para ponerme tan en contra.
—Lo que pasa es que ella no invitó a Cobos a la ceremonia, y es cualquier cosa. Es el vicepresidente: no precisa ni invitación, tiene que ir sí o sí.
—Claro, es un papelón. Bueno, el libro de Redrado te da una idea del lío que es eso. ¿Lo leíste?
—No, ¿está bueno?
—No, yo no, pero mi papá sí, que le gusta leer. Yo leí el libro de Duhalde, y ahí te dice bastante.

—¡Cuánta gente! Y eso que es sábado.
—Parece que fuera lunes a la mañana.
—No, creo que no hay tanta gente para trabajar como para ir a festejar a la 9 de julio.

Conversaciones sobre el Bicentenario, en camino hacia los festejos del susodicho.

martes, 18 de mayo de 2010

Instructivo

En un viaje aburridísimo en el 86, él pasó por todas las instancias humillantes del approach.
Ella era una ex compañera suya de trabajo, que había pedido el cambio de dependencia para lograr un mejor horario. Y no reparó en que lo abandonaba a él, claro. Él sigue creyendo que ella lo extraña, pero que no tuvo otra alternativa. Y ahora la tiene ahí, hombro con hombro en el travesaño central del colectivo. Su derrotero incluyó los siguientes mojones:

a. Declaración a la que se le resta interés
Suele ser coronada por un "aaaaaah, buena, nah" dicho rápido y sin decisión. Se incluye en momentos tales como:
Ella: no, bueno, el trabajo anterior era mejor, sí.
Él: claro, porque estaba yo, aaaaaah, buena, nah.
Ella: ja, ja, no, lo que me pasa ahora, en el nuevo laburo, es que...
Él: sí, que me extrañás a mí, aaaaaah, buena, nah.

b. Flexibilidad de género
Ella no quiere apercibirse de las intenciones de él. Por eso, le habla como si fuera una amiga. Tanto, que hasta llega a confundir su adscripción sexual:
Ella: te juro, estaba re-cansada, boluda! Ay, boluda no, perdón, boludo.
Él no se amilana y, en lugar de mirarla con odio, se siente repentinamiente histriónico y practica el estereotipo afeminado (también llamado "estilo Gianola"):
Él: ay, boluda, mmmh, sí (golpeteos con la mano y meneos de cabeza).

c. Repetición del modito poco gracioso y bastante idiota
El "mmmh" gianolesco continúa presente en el resto de la charla. Ella no presta atención a este derroche de humorismo.

d. El regalo para el olvido
Él convierte un encuentro casual en un escenario de dádivas. Una de ellas es el regalo que pensó especialmente según sus gustos. En este caso, era una caja de habanos (?), que ella guardó en su cartera diciendo gracias sin besos. Por supuesto, no lo invitó a fumar juntos.

e. El regalado para el olvido
Ella: ¿dónde te bajás? ¿En Nazca o en Cuenca? (aclaración: Cuenca es una parada que está 4 cuadras más lejos en el recorrido).
Él: me da lo mismo, pero me bajo en Cuenca.
¡Error! Si hubiera dignidad, después de todo lo sucedido, por lo menos tendría que bajarse en la esquina más cercana.
Ella: ah, qué bueno, mejor.
¡Ajá! Podemos suponer que le brindará algo de sí (un beso, por ejemplo) cuando esté próximo a bajarse.

f. El acuerdo subordinado
Él, con tal de encontrarla de nuevo, está dispuesto a esperarla media hora en los horribles andenes de subte. Así se lo manifiesta:
Él: bueno, entonces si te tomás el A en esa estación, te espero con los chicos.
Ella: pero yo salgo más tarde, no van a querer esperar tanto.
Él: ¿pero cuánto es?
Ella: y, 15 minutos, o 20.
Él: ah, no es nada. Si se van, yo me puedo quedar.

Listo, hombre agusanado. O ella le da un beso ahora y se quieren para todo lo que consideren "siempre", o se vuelve el muchacho menos atractivo de la extensa Rivadavia. Esperé el desenlace muy cerca de ellos, dado que el colectivo estaba atestado y casi me fumo uno de sus habanos guardados sin precisar de humo.
Él se bajó amagando, esperando el momento en que ella lo saludara con algo de amor. Pero su ninfa habanera sólo le ofreció la mejilla, donde pudo estampar un beso, y lo dejó ir. Cuando él se perdió por la calle, la miré para ver si lo seguía con los ojos, si sonreía o si suspiraba. Nada. Nada de nada.

lunes, 17 de mayo de 2010

Intervalo

Tuve una semana plagada de trabajos aburridos y otros que, sin serlo, me llevaron bastante tiempo. Como hace bastantes días que no escribo y ayer, casualmente, sintonicé Hacete Cargo (programa conducido por el Ned Flanders argentino, Claudio María Dominguez), recordé que hace varios días que no escribo aquí. Así que este post es sólo para decir "ya vuelvo" o, al estilo Claudio María, "ya vuelvo, negrito, no soy una hache de pé, ni me fui a la miércoles".

martes, 11 de mayo de 2010

Verduguería

Una carnívora social como yo precisa, y mucho, de las verdulerías surtidas y a buen precio. Así es como voy de negocio en negocio, a medida que las búsquedas se profundizan y los precios, en cada emporio, suben. Pasé por la verdulería completa, pero sin precios, que me obligaba a preguntar todo el tiempo "¿Cuánto está el kilo de...?" para organizar mi lista y no dejar un ojo como parte de pago. Luego, anidé en la vegetalería que tenía los precios marcados, pero que a la hora de hacer la cuenta redondeaba hacia el cielo. Así, con el ojo que me quedó —el otro lo dejé en ese confuso lugar—, me fui a otro negocio: en éste, tienen hasta jengibre, mandioca y habas. Pero, también, cuentan con un personaje especial: el verdulero culpógeno.
Debido a mi asiduo contacto con las tarifas vegetales, sé bien cuándo una verdura está fuera de precio y, en consecuencia, hay que esperar que baje. En esas circunstancias, nuestro diálogo es más o menos así:
—¿Tenés espinaca?
—Sí.
—¿Cuánto?
—8 pesos el paquete.
Como ve mi cara de rechazo, agrega:
Pero es muy abundante.
—Está bien, pero llevo otra cosa.
Él me mira con cara de "qué canuta" y sigue completando mi pedido. Esto sucede con los tomates cherry, con el brócoli, con los brotes de soja y con todo otro vegetal menos frecuente en la cocina que oscila de precio de manera drástica.
Hoy, estaba en un día super loco y le pedí champiñones sin importar cuánto costaran. Es así: a veces no puedo esperar más y saboreo la libertad sin complicaciones en Av. Rivadavia y Mariano Acosta. Pero él me reservaba una sorpresa.
—A ver, no, no tengo más champiñones. Se terminaron.
—Ah, mirá vos. Bueno, no importa.
—Es que traemos pocos por día.
—Claro, no se venden mucho.
—No, no salen últimamente.
—Ajá.
—Es que no todo el mundo puede darse el lujo, hoy, de comprar champiñones.
Su mirada responsabilizadora me hizo sentir la Paris Hilton de Floresta, con todo lo que ello implica. ¡Yo, tan cuidadosa con la inflación verde, comprando un vegetal elitista para preparar un maldito arrocito burgués! No pude menos que decir:
—Es que voy a hacer una comida que lleva ingredientes baratos, por eso compro los champiñones.
Quién lo iba a decir. Hago terapia para salvarme de esos mismos comentarios insidiosos que recuerdo del pasado, para volverlos a encontrar, bien frescos, en la boca del verdulero más amigo que tenía. El fin de un amor.

miércoles, 5 de mayo de 2010

Riesgo

Luego de pasar por el accidente del enchufe (noviembre/2009) y el de la mordida bicentenaria de perro (marzo/2010), traté de hacer un breve repaso de otras colisiones de mi cuerpo con objetos del medio externo, que me dieran la pista del peligro constante en el que me vería implicada por el sólo hecho de existir:

* 5 años de edad (verano de 1987): en el campo, mi abuelo me subió a un caballo perezoso para que dejara de molestar con eso de que quería "andar en bayo". El caballo tardó 1/2 hora en llegar al final del camino y aproximadamente 15 segundos en hacer el mismo trayecto de regreso. Caí de glúteos a la tierra seca, me los pelé íntegros y pasé el resto de la estadía en la inhóspita casa sentada entre almohadones. Me curé con una pomada para equinos, para variar, cuya aplicación exitosa dependía de que te sacaras (sic) los jirones de piel arrugada y rota.
* 9 ó 10 años de edad (invierno de 1990 aprox.): en la cocina de mi casa, se me ocurrió dedicar un tiempo prudencial a aprender la hora con un reloj de agujas, colgado en la pared. En plena clase autodidacta, el reloj se desprendió y me cayó de canto sobre el tabique. 2 semanas con una raya profunda y horizontal entre los ojos.
* 13 años de edad (invierno de 1995): con una torpeza algo desaconsejada para el alto impacto, trataba de descoserme en la cancha de voley, durante la clase de gimnasia. Tomé carrera de manera imprudente, con el fin de rematar cerca de la red. Cuando reboto en el piso con mi rodilla derecha, sentí el crack más estruendoso de mi cuerpo. Todo el fin de semana con la pierna al doble de diámetro, pero para el lunes estaba genial, como le sucede a las losers como yo.

Los siniestros acompañan a mi cuerpo, es un hecho.

domingo, 2 de mayo de 2010

Feriantes

Fui a la Feria del Libro.
Mi concubinovio era uno de los firmantes invitados del día. Eso, muy lindo.

Pero el balance de todo lo demás:
* Libros muy, pero muy caros.
* Mucha, pero mucha gente.
* Ningún, pero ningún mapa o indicación para encontrar stands.
* Nada, pero nada de Brancamenta para degustar.

Pensaba buscar EL libro que me revelara los vericuetos de mis temas de trabajo, LA novela que me dejara impávida frente a las páginas, sin poder hacer otra cosa, pero, al final, me llevé Aventuras íntimas de Belle de Jour - Diario de una prostituta. La Feria me suele funcionar para esas cosas.