Soy una especie de gymadicta, pero no de las que van con el conjuntito de lycra y el pelo suelto. Mi hábito hecho obligación se ejerce con un cuasipijama agujereado y una remera arrebatada de cualquier sector del placard, pero la fruición con la que asisto a las clases reside en la certeza de que, si no hago gimnasia, mi silueta se desparramará a lo ancho del planeta aún más de lo que se esta extendiendo en la actualidad.
En relación con esto, mudarse implica, también, abandonar las clases de gimnasia a las que una se encuentra inscripta desde hace un tiempo considerable. Una misión para nada fácil porque, aunque parezca mentira, uno se acostumbra a las pavadas que las señoras dicen en las clases, a la avidez por las noticias funerarias que se relatan mientras se hacen ejercicios para los tríceps y, al final de cuentas, eso se transforma en una familia: a menudo insoportable pero estable en el acompañamiento.
Este abandono sin mirar atrás suele verse obstaculizado por los intentos de la profesora de esa clase que bordea nuestro olvido, que sugiere tomarse un colectivo para seguir viniendo, inscribirse en otro gimnasio donde ella da las mismas clases, pero que tal vez quede un poco más cerca y otras contingencias más sólo para manotear alguna posibilidad de que el grupo se quede intacto.
Las dos sabemos, ella y yo, que en cuanto cambie de domicilio esta convergencia en tiempo y espacio será recuerdo. Sin embargo, ella insiste con que no las abandone y yo digo que voy a hacer el esfuerzo.
Toda esta perorata —estoy muy escribidora por estos días, lo que me transforma en un bodrio blogger— sirve para contarles que, si están pasando por este difícil momento, existe un antídoto infalible para separarse definitivamente, sin culpa, de esa instructora de actividad física: mantener una charla breve en la que pueda desplegar un poco, sólo un poco, su ideología. Enseguida comenzará a opinar sobre Bush, los piqueteros, el judaísmo, los montoneros, la AMIA, Tinelli, la dictadura argentina, Medio Oriente, las mujeres ricas que tienen tristeza y aparecen achuradas en los countries y demás tópicos de información general con los que habrán sellado su destino y su matrícula de alumnas. Es probable que también compare los glúteos de Jesica Cirio con los que obtendremos luego de algunos meses, nos recomiende teñirnos de rubio y mover la pelvis como si estuviéramos haciendo "eso", sólo que ejércitándonos frente a los gordos que se pulverizan la rodilla en la cancha de paddle de al lado.
Luego de esos breves minutos terapéuticos, ustedes podrán despedirse sin decir que es la última vez, saludando con un "hasta la semana que viene" y esfumarse en el croquis de calles de la ciudad, sin un dejo de remordimiento.
No falla nunca.
3 comentarios:
Me pasó lo del gym!!! fui varios meses y había un ambiente re copado pero después cerró y nunca volvi a sentirme asi de cómoda en otro. Ah pero adicta al gym? nah :P
saludos!!
Mirá que resultaste culposa, che!
Mmmm luego de un par de meses de desaparición bloggeana, me veo en la obligacón de confirmar mi presencia sufriendo drásticos dolores de pecho (lo cual no e spoco en mi) luego de haber leido a mi amiga culposa por dejar el gym. Si hay algo a lo que jamás uno (ciudadano común de la ciudad autónoma) debe acostumbrarse en esta vida es a ir al gym y a fingir amor por la gente cuyo único motivo movilizador es el de no ensancharse como yo. Hace unos años hice las paces con mis caderas abultadas y mi cintura de alfajor fantoche.
Así me evité las culpas del cambio de Gym, de pagar un mes completo y asistir sólo 1 clase y medio, las culpas de comerme 45 panqueques un sábado a la noche, las de rematar los anteriormente mencionados con un gran pedazo de flan, y tantas otras culpas más, que de habérmelas quitado ya ni las recuerdo.
El infaltable: Dígale NO al gym, a los compañeros obse con su sobrepeso y ya que estamos, dígale no a las amigas como yo, que promovemos la revolución del gordo feliz!
Besotes desalineados y con sobrepeso!
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