Llamé por teléfono a un centro médico porque necesito un turno con un otorrinolaringólogo.
Los depósitos de mis orejas podrían participar en la restauración de todo el Museo de Cera de Londres.
Puaj, sí, ya lo sé. Pero pertenezco a la parte de la humanidad que requiere una limpieza de oídos cada un par de años. Es así, debo asumirlo. Pero yo no soy la única que estoy escuchando mal, pues el recepcionista me jugó una extraña competencia de sordera.
—Centro médico, buenas tardes.
—Hola, qué tal, quisiera pedir un turno de otorrinolaringología.
—Muy bien. ¿En qué horario le gustaría?
—Eh, bueno, creo que por la mañana estaría muy bien, porque también tengo que ir al laboratorio a hacerme análisis.
—Ah, entonces, si es a la mañana, tengo para el 6 de abril.
—Unas tres semanas. Y si no te pido a la mañana, ¿tenés un turno más pronto?
—A ver, si no es a la mañana... Lo único que tengo es el 30 de abril, viernes.
—Bueno, dale. ¿Qué horarios tenés libres?
—10,45, 11,15 y 11,45 de la mañana.
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