domingo, 31 de enero de 2010

Spa-ntosa

Si alguien tiene una receta para que el micro de larga distancia no me devaste por completo, que avise.
Quiero pensar que no soy la única, pero la verdad es que los demás parecen bastante enteros. En mi caso, es increíble el modo en que un par de horas a bordo de ese vehículo me va deteriorando por completo: me lleno de migas, me vuelco ese café horroroso, se me arruga la ropa, me despeino y el pelo queda electrizado hasta 8 horas después del descenso.
Como si todo eso fuera poco, el baño inhóspito de los micros se convierte en la antesala del infierno de la belleza: la luz, combinada con ese espejo enorme, me pone al descubierto las cejas mal depiladas, los granitos que en el tualé de casa no se ven, las ojeras, la piel levemente gris por no sé qué cosa, la cabellera imposible, el hecho de que insólitamente estoy vestida como una mendiga de la Edad Media y una sonrisa amarilla como el sol.
Siempre deseo que nadie venga a buscarme a la terminal y me vea en ese estado. Hay algo en ese trayecto que lentamente me va destruyendo y no llego a saber qué diablos es.

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