jueves, 27 de agosto de 2009

Cuidados

—Bueno, ¡pero mañana traeme el calzoncillo!

Con esta indicación un tanto íntima, el linyera apostado en la cuadra de San Pedro advertía a la señora que, día tras día, se le acercaba y le acomodaba los bártulos tirados en la vereda. El muchacho, solo y un tanto loco, se la pasaba durmiendo o acostado. Cuando estaba despierto, hablaba a los gritos o te pedía fuego para algunos cigarrillos que guardaba entre las frazadas.
Si había lluvia, se cruzaba a la vereda protegida por el balcón. Si había un lindo sol de invierno, preparaba su tienda de campaña justo donde mejor pegaba. Pasó los peores días del invierno, mientras yo me preguntaba si su extraña vida peligraría alguna de estas noches, por efecto del frío y de las heladas. Pero esquivó la gripe porcina, la otra también y las neumonías/pulmonías que lo mirarían muy de cerca.
Hace algunas semanas, esa mujer comenzó a acercársele, a hablarle y lo veía cómo se sacaba la remera para dársela mientras ella le daba otra limpia. Ese día en que lo escuché gritar, estaba en remera y ropa interior sentado en el piso. Mi conclusión fue que los hijos de la señora habían crecido y se habían eyectado de la casa. En consecuencia, ella decidió criar al linyera, aunque los quehaceres con los calzoncillos me parecieron un tanto excesivos.
Ahora, que los días son más lindos y lo peor, térmicamente hablando, ya pasó, el linyera no está más. Durante un día quedó su almohadón ennegrecido y su pedazo de goma espuma a modo de colchón. Al día siguiente, también habían desaparecido.
Aunque el marco de lo verosímil me enfrenta con otras opciones, sólo espero que haya nacido una linda historia de amor.

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