Una de las postales de mi infancia es, como tantas otras, entre bizarra y totalmente innecesaria.
A la vuelta de mi casa lanusense, él pasaba las mañanas y las tardes (hasta bien entrado el sol) sentado en el umbral junto a un perro, suyo, mustio. Shorts ochentosos, musculosa, carne blanca y fláccida: indicios coronados por una cara de nabo ancestral. Era un miembro más de una troupe inútil e inmortal: los hijos de mamá. No trabajaba, no tenía ningún hobby diurno que declarar, no parecía especialmente interesante y saludaba a todas las viejas del vecindario; exactamente al revés de cualquier hombre de bien. Confieso que su presencia me irritaba sobremanera, aún cuando me hubiese criado en una familia carente de esos ejemplares —que casi tampoco tenía hombres, por otra parte— y, con mis 8, 10 ó 12 años, no podía entender de qué la jugaba este sujeto.
A pesar de que con el tiempo encontré su clasificación en este mundo (era un gigoló de octogenarias fútiles que jamás denuncian a sus parásitos en virtud del lazo sanguíneo), había otro elemento ultramolesto que sobresalía: el modo de pararse en la puerta de calle, con un brazo extendido hacia arriba sobre el marco, el abdomen hacia delante, la cintura quebrada, las nalgas hacia atrás y la cabeza un poco inclinada hacia afuera, como si quisieran mantener la distancia prudencial entre su hogar y la calle que los conmina a ganarse la vida. Como si, además, no necesitaran parecer aceptables a los ojos de los que pasaban; como si, aún más, su sex appeal subterráneo los dejara sentirse habilitados para mirar los glúteos generosos de la vecina de la esquina.
Los hijos de mamá, en Lanús y en Flores, están escaseando, porque la crisis los corre hasta alcanzarlos de una vez por todas. Sin embargo, a pesar de que muchos tuvieron que salir a trabajar por defunción o renuncia de su madre —que para ellos sería exactamente lo mismo—, en muchos hombres que hoy decoran las veredas de esa ciudad continúa la misma posición desagradable: ya sin musculosas de piqué (causantes de cegueras mortales por el mal gusto), estos infames salen directamente en cueros a mostrar sus pelos, sus cicatrices de operaciones, sus tetillas sobredimensionadas y sus cadenitas con cruces sulfatadas. Puedo asegurar que no es sencillo soportar una bajada de barrera de 4' cuando, por la ventanilla, se aprecia un Adonis de este estilo esperando que la vida se deje de titubeos y se lo lleve puesto.
Teniendo en cuenta el auge del viejachotismo —que, conste, involucra a sujetos de variado sexo y edad— cuando se queja por todas las cosas que, supuestamente, afean la ciudad, ¿no le gustaría, a esta gente, darle un sentido a sus días gorilas repartiendo remeras entre estos impresentables? Tal vez ni siquiera tengan que viajar tanto; quizá, en su propia vereda, su hijo esté mostrando su torso marchito a varios pares de ojos inocentes.
3 comentarios:
Por eso las chicas modernas usamos morral.
Lo corrés para atrás y no te puede mirar el trasero.
Qué carajo me importa tu infancia.
Jajaja, qué raza!!!Laura, qué ojo afilao!
Anónimo, por favor...ponete una camiseta!
Juli, lo del morral hace que las calles sean menos amenas aún.
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