Desde hace varios años —y a pesar de mi actitud algo hereje—, estoy convencida de que San Jorge, el guerrero a caballo que mata al dragón, es mi santo de referencia. Me lo encuentro en todas partes: casas de familia, comisarías, me reparten su estampita en el colectivo y hasta aparece en la novela que estoy leyendo (El hombre que fue jueves, Chesterton). El problema, hasta ese punto, no sería grave, si no avanzara en estas presunciones de compañía sobrenatural.
Cuando vivía en Lanús, se me hizo carne la certeza de que mi ángel guardián era una maestra pintarrajeada con cara de loca. En la calle, en un bar, en la esquina de mi casa y cruzando la ancha avenida Hipólito Yrigoyen: cualquier intersección urbanotemporal era propicia para que ella se apareciera frente a mí, haciendo pavadas o con la mirada perdida pero comunicándome que andaba cerca.
Ahora, que me mudé y la docente bonaerense no tiene tanto poder como para materializarse en Flores, estoy viviendo la recurrencia de otra entidad. Es algo más críptica, metafórica, enigmática y aterradora.
Estoy encontrando ladrillos de rastis color rojo, de los grandes.
El colectivo y la Av. Rivadavia, cerca de Carabobo, me han esperado con esas señales. Falta un rasti más para que estos signos se hagan un código y todavía estoy tratando de descifrar qué me quieren decir.